EL NEOMISERABILISMO EXOTISTA
Quentin Tarantino, David Fincher y Danny Boyle fueron algo así como la Santísima Trinidad de la Posmodernidad noventera, trabajada a la antigüita. Curiosamente la bolsa de trucos que los hizo famosos rápidamente se volvió rancia, al volverse tan influyentes para un séquito de seguidores o imitadores, y para la cultura pop en general. Tarantino, quizás el más ecléctico de ellos, ha sabido renovarse en cada cinta que le ha seguido a su Pulp Fiction, principalmente por hacerle caso a su conciencia cinéfila en las mimetizaciones de sus obsesiones personales. El insufrible Fincher, temeroso para siempre de que se le tachase como un “director de videoclips”, ha elegido la sobriedad y la contención ajena a la posmodernidad que lo catapultara al estrellato sacrobovino, aunque con resultados francamente de hueva (Zodiaco y El curioso caso de Benjamin Button parecen penitencias más que otra cosa). Y el otrora más prometedor de los tres, es el que se alzó como campeón indiscutible en la recién entrega de los Oscares, arrasando gracias a la exotista fantasía miserabilista Slumdog Millionaire.
Si México puede cinexplotar el tema de los niños de la calle, manchando a los actores de De la calle (Gerardo Tort, 2001) con tizne, ¿Por qué el Reino Unido no puede regresar a una de sus ex colonias y sumergir en mierda a uno de los tantos no-actores infantes que pululan en las barriadas lumpen de Mumbai? Así es que con la ayudadita de la misma bolsa de trucos ya anacrónica (close-up extremo, encuadres chuecotes dizque audaces, musiquita tecno posmo ahora de sabores exóticos, edición ultrafragmentada; trucos que por cierto no vuelven a la película energética sino cansina), se va a armar un filme de una cursilería y blandenguería sentimental admirable, sumergido en excremento, para solaz y entretenimiento de los espectadores occidentales, en especial para aquellos que padecen de white guilt y se laven algo de ella .
Diseñada fría y calculadoramente para presionar todos los botones correctos del público adecuado en el lugar y tiempo adecuados (8 oscares y 110 millones de dólares y contando no pueden estar equivocados ¿o sí?), no se puede negar la vocación manipuladora de la película. No importa todas las miserias por las que Jamal (Dev Patel) ha tenido que pasar, no importa toda la mierda recibida, no señor. Todo está cuidadosamente escrito en el destino (bonita manera de justificar lo implausible rebosante y el abuso inclemente de coincidencias en el filme) para que pueda contestar cada una de las preguntas que lo volverán millonario para alegría de los espectadores del show y de la película misma, para que finalmente pueda encontrar a su amada Lathika por la que suelta sin ton ni son una sarta de frases sobadísimas "como sacadas de una novela de Paulo Coelho" según Guido Castillo (nada más faltó el “amar es nunca tener que pedir perdón”).
Apelar a Dickens para la defensa de la película no es justo. Ni para Dickens ni para la película. Particularmente porque Jamal y Lathika nunca surgen ante nuestros ojos como seres de carne y hueso, sino como meras abstracciones o conceptualizaciones, vasos en los que se vierten las fantasías exotistas de los creadores. Donde en Dickens hay auténticos seres humanos en las figuras de The Artful Dodger o Mr. Scrooge, acá sólo hay una especie de monigotes. De tal manera que desprovisto del humanismo de Dickens, el prefabricado “destino” que se inventan jamás puede tener auténticas resonancias metafísicas y espirituales. Es sólo un recurso barato para justificar todas las elecciones narrativas, que piden nunca ser cuestionadas.
Al final, es claro el mensaje, con todos los habitantes de la barriada arremolinados alrededor de los aparatos de televisión como si se tratara del clímax de una película de Michael Bay: no importa la educación (porque leer una obra como Los tres mosqueteros de Dumas no es útil ¡sino para saber a las respuestas de un show de TV!), no importa que el Tercer Mundo no pueda siquiera alcanzar el nivel de subsistencia: mientras tengan Amor ¿qué más pueden pedir?
Por su insensibilidad cultural, por su prefabricado pero certero “optimismo”, por su sentimentalismo hipercalculado como sacado de cualquier manual de guiones, por su franca posmodernidad anacrónica, por ese folklore ultracool de la pobreza extrema, por su "neorrealismo mágico de postal turística" (José Abril), Slumdog Millionaire de Danny Boyle, sin problemas entra al Club de la Infamia de quien esto escribe. Su éxito a lo largo y ancho es motivo muy personal de preocupación. Que nos cojan confesados.
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Slumdog Millionaire 5