lunes, noviembre 29, 2010

Scott Pilgrim vs the World (2010)


a Saúl Baas Bolio

El onirismo videogamer

En Scott Pilgrim vs the World (EU-Canadá-RU, 2010), largometraje 4 del británico ya experto en cultura pop juvenil saliendo de su zona de confort paródica y con problemas muy serios con la Universal por el resultado final de la cinta Edgar Wright (El desesperar de los muertos 2004, Hot Fuzz 2007), con guión suyo y de Michael Bacall sobre la magnífica novela gráfica homónima de Brian O’Malley, el joven de 23 años Scott Pilgrim (Michael Cera) deberá enfrentarse a mortales duelos en contra de los 7 ex novios malvados de Ramona Flowers (Mary-Elizabeth Winstead) para poder conseguir su amor, aunque en el camino deba destrozarle el corazón a la entusiasta diecisieteañera Knives Chau (Ellen Wong) y poner en riesgo el ascenso de su banda rockera de amigos, los Sex Bob-ombs, hacia la final de la batalla de las bandas.

El onirismo videogamer es el frenético delirio visionario trabajado a mil por segundo y de la manera más posmoderna posible (en un tiempo en que la posmodernidad ya resulta más que anacrónica), que bien podría estar soñando el mismo Edgar Wright durmiendo en el sillón de su depto tras haberse chutado de un sentón todos los volúmenes de la novela gráfica, o un joven geek recién llegado de una fiesta pos-punk al borde de una resaca marca diablo que se desploma de sueño en el colchón de su cuchitril (como se había desplomado ya Naomi Watts con otro tipo de cruda sobre la almohada en el prólogo de esa obra maestra absoluta Mullholand Dr.), o un oficinista que se quedó dormido en su escritorio justo después del almuerzo.

El onirismo videogamer despliega sin piedad ni miedo al ridículo su desquiciado dispositivo de la forma fílmica extrema (al mismo nivel de otras obras tan extremas como Hambre o Los siete días del Talión aunque en el exacto opuesto de registro y tono), muy deudor de las fantasías multicolor reventadas del Meteoro de los hermanos Wachowski, aunque por fortuna sin la idiotizante puerilidad cretina de aquellos, para armar una película que se sale de madre sin pedir permiso alguno y plasmar implacablemente todos los guiños estilísticos tanto de la novela gráfica como de gran parte de la estética de los videojuegos de la década de los 90s, como si la pantalla de cine hubiera mutado en una pantalla de computadora, donde el plano se satura a punto de desbordarse de detalles imposibles de notar completamente en una sola mirada, tal como lo hiciera premonitoriamente el Peter Greenaway de Las maletas de Tulse Luper: La historia de Moab.

El onirismo videogamer sostiene hábilmente una gran fantasía húmeda romántica, muy a pesar del pésimo casting de Mary-Elizabeth Winstead como Ramona Flowers, la tontería de poner al nulo Michael Cera (sin carisma, ni fuerza histriónica, ni sentido del humor, ni presencia actoral: todo un ni-ni) como el asombroso Scott Pilgrim (uno de los personajes más fuertes para cómic jamás creados) y la anulación alevosa de personajes secundarios tan chingones en la novela gráfica como Stephen Stills y Kim Pine, dejando en evidencia que para sobrevivir la anquilosada comedia romántica hollywoodense en su estado puro necesitará combinarse con otros géneros, ya el cine de terror (Zombieland) o el cine de cómics.

El onirismo videogamer desborda su mundo autónomo a través de una magna comedia juvenil, estructurada como un musical sin musicales donde la narración se detiene momentáneamente para presentar las 7 peleas con los malvados ex-novios, en palabras del propio Wright; una comedia descabellada y desatada, referencial e intertextual a rabiar pero impecablemente graciosa y divertida (cada vez más escasas en el Hollywood de ahora), como sólo pueden ser en estos tiempos las comedias respetables que deseen hacer desmayar / orinarse al respetable a carcajadas.

Y el onirismo videogamer se ha dedicado a integrar con aplomo cada floritura de estilo, cada arrebato de su espacio audiovisual, cada desplante caprichoso que invade el plano (o se sale de él), en un flujo constante de la conciencia (¿o incosciente?) de quien resulte el héroe-generador del visionado, para erigirse como un vibrante himno rockero posfílmico al amor, tanto al propio como al que se siente por aquella chica que literalmente invadió tus sueños.

jueves, noviembre 11, 2010

24 cuadros de terror (2008)

Hoy Christian González, recibe la medalla por 25 de años de carrera fílmica, por parte de la Sociedad de Directores, en los Estudios Churubusco. Como pequeño homenaje a su persona y a una de las mejores cintas mexicanas de los últimos tiempos, publicamos esta reseña de 24 cuadros de terror.

El cine de horror erotizado

Es como si en una olla de presión hubieran puesto la cinefilia obsedente de Cigarrette Burns, el episodio de John Carpenter para la serie Masters of Horror, la crueldad hipermisógina de Imprint, el episodio del demente Takashi Miike para la misma serie, pizquitas de Lynch, Cronenberg, y Argento, restos del erotómano juego de espejos autofágico del demonlover de Oliver Assayas (ya decantado en un largo previo de González, Shibari) y sobre todo, una delirante revisión al tan poco frecuentado subgénero de cine de fantasmitas a la Mexicana, con El fantasma del convento de Fernando de Fuentes a la cabeza. Dentro de este explosivo cocktail de referencias fílmicas se va armar una película por completo fucked up, como pocas ha dado nuestra cinematografía en su historia, no sólo de impecable estilo visual sino también propositivo.

24 cuadros de terror (México, 2008), del tuxpeño hiperprolífico videohomero chafita medio pornocho pero cineasta industrial exquisito en plan de autor total Christian González (Shibari 02 y Café estrés 05, además de medio centenar de cintas para videohome entre las que se incluyen Sí traficarás 05 Sí desearás la mujer de tu narco 05 y La Mataviejitas 06), es un formidable ejemplar del cine de horror más depurado que no se veía desde ¿Taboada?, un cinefílico e inteligente objeto fílmico pleno de referencias cruzadas a los maestros del género de ayer y hoy, un dignísimo y sensacional gorefest que no retrocede ante sus acuchillamientos, sus decapitaciones en primerísimo plano, sus sofocamientos dentro de la metapelícula snuff dentro de la película, un cuento de terror alevosamente erotizado, un visionario delirio alrededor de la posesión demoníaca y las consecuencias en su perpetuación del crimen.

Mientras la mayoría de los maquiladores de churros de terror mexicano en la tardía resurrección del género, iniciada a punto de terminar la década, han elegido siempre el estilo visual más pinche (motivados sin duda por Cañitas de Julio César Estrada y sus penumbras chafísimas que nada permiten ver), González elige para su filme una explosiva paleta multicolor, inclusive de noche, con sus obsesivos juegos de luces y sombras, siempre plasticistas, para crear ambientes sensuales a rabiar.

Una vez creado esos ambientes, González elige actores y actrices de presencia indiscutible, de belleza extraña e inquietante, como lo es Ana Cioccetti encarnando a un par de Mellizas Fantasmas que "apuñalaron su sexo hasta morir"; Mellizas Fantasmas, una trigueña y una güera, aunque las dos regordetitas y cachetonas "para que haya de donde agarrar" como diría Leonardo Curzio. Dos galanes de telenovela (Gerardo Murguía, Rafael Amaya) para retorcidamente encarnar al par de asesinos Lady Killers. En el caso de Murguía es notoria que su habitual inexpresividad se adecua a la perfección con la frialdad sádica y seductora del personaje, insólitamente parecido al personaje real evocado en el magnífico documental de Yulene Olaizola Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, sólo que en clave de una fantasía erotanática . Y en el centro de todos se coloca Gilda (Pamela Trueba), la cachondona editora de largometrajes convocada por uno de los asesinos para la edición del filme snuff, mezcla de vulnerabilidad y tenacidad, de astucia e ingenuidad, a la que le cambian la ropa cada día (¿o era cada hora?) a manera de recreación excitante de la época vivida por el asesino en serie.

Y para finalizar, agregue la autoburla ("Esta será la película más terrorífica que jamás se haya hecho") y un distanciamiento dramático más que bienvenido (esas escenas metateatrales con los fantasmas celosos de las damas asesinadas jalándole los pies a Gilda) que sólo magnifica lo perturbador de la trama. 24 cuadros de terror o el mejor film de horror mexicano de la década, destinado al salón de los clásicos o al de culto.

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24 cuadros de terror 8

lunes, noviembre 08, 2010

Año bisiesto (2010)


Algunos críticos se apresuraron a tachar a Año bisiesto y sobre todo a Michael Rowe como un imitador barato del tipo de cine que Carlos Reygadas y su principal alumno, Amat Escalante, hicieran tan famoso en festivales de gran parte del orbe. Una de las críticas más duras hacia la cinta la llamó “un porno esnob sin sexo”. Para la desgracia de ellos, un análisis más detallado de la cinta lleva a encontrar diferencias esenciales con el cine del eje Reygadas-Escalante-Eimbcke y las no pocas virtudes de esta interesante, intrigante y finalmente sí, herética, ópera prima del cine mexicano, como siguen.

Para empezar, Año bisiesto tiene algo que jamás se ha visto en una cinta del citado triunvirato del cine mexicano: sentido del humor. Toda una anomalía: a un solo tiempo es una cinta profundamente cómica y eminentemente triste. Pocas escenas más dolientes como cuando Laura (Mónica del Carmen en una actuación colosal y con los ojos más expresivos del cine mexicano en años) prepara todo para lo que podría ser su muerte a manos de su ¿amado? Arturo (Gustavo Sánchez Parra).

Año bisiesto tiene algo que tampoco se ha visto en los territorios de Reygadas-Escalante: un ritmo narrativo impecable. La cinta es increíblemente fluida y sorprende que Rowe utilice en ocasiones planos muy cortos, aún más que los de otra cinta trabajada casi exclusivamente a puro plano fijo, la hollywoodense Actividad paranormal 2. Aún más: Rowe no deja a sus personajes abandonados en el plano durante minutos y minutos de silencio apantallapendejos. Parece ser que Rowe no sólo está consciente del poder expresivo del plano sino también del poder que tiene la palabra hablada: una interesante re-valoración del diálogo que no se había visto en el cine mexicano desde las detestadas (no por quien esto escribe) cintas de Alan Coton.

Año bisiesto se distancia así mismo del sub-género citado por una característica especial: es sensual y es sexual. Por cierto, hay buenas noticias. El cine mexicano ya no necesita de alegorías poéticas en la vena de Adán y Eva (todavía) o juegos meta-literarios a lo Shibari, De nudos y desnudos para hablar de sus fantasías sadomasoquistas más duras, al realizarlas ahora de frente y sin tapujos.

Llena de gags muy efectivos y detalles coquetos, erigiendo uno de los personajes más complejos e intrigantes del cine mexicano en mucho tiempo (personaje al que la película jamás trata con desprecio o saña, “como cucaracha” dijeron otros), Año bisiesto comete una herejía que vendrá por otro lado. Volver entrañable, tierna y finalmente conmovedora una relación abiertamente sadomasoquista y posiblemente destructiva, para dejar a sus dos amantes en el mismo estadio taciturno y nostálgico de los dos freaks de Párpados azules. Rowe no tiene pierde: qué bonita le quedó esta comedia romántica sobre dos sadomasoquistas.

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Año bisiesto
9