Hace algunos años, en la segunda mitad de los noventas para ser exactos, el británico Peter Greenaway intentó crear cierta polémica sobre la naturaleza del cine. Para el ahora artista multimedia demasiada cuenta rendía el medio, el arte de la imagen en movimiento, a la literatura. Así, el lastre narrativo -porque en la lógica greenawayniana la narrativa tradicional eso significaba- poco positivo empezaba a resultarle. Con sus ideas intentaba reivindicar esa enorme deuda que el cine tenía (y no lo dudamos, sigue hasta cierto punto teniendo) con las artes plásticas y de la que pocos, muy pocos según él, estaban enterados. Mucho de lo que Greenaway vociferaba parecía querer provocar una cercanía del cine con el videoarte o la video-instalación en pos de algo más cercano a la galería cosmopolita que a la vulgaridad de las multi-salas de centro comercial. Y como buen provocador posmoderno empezaba a descontar cabezas: desde los clásicos veneradísimos por tradición hasta los contemporáneos emergentes. Pocos lograban salvarse vistos desde su óptica. Para quien esto escribe esas reflexiones en voz alta no pasaban de ser imposturas que poco eco, afortunadamente, tuvieron.
El Greenaway de aquel entonces viene a cuento porque el Steve McQueen de Hambre (Hunger, Inglaterra/Irlanda, 2008) me lo recordó. Pero aclaremos: me lo recordó en diferente sentido. Ahora pongamos en perspectiva: McQueen viene del ámbito en el que Greenaway parece sentirse bastante cómodo y en su salsa: el videoarte y la video-instalación (en el caso de Greenaway la cine-instalación), la multimedia y el llamado arte de vanguardia, en el que la imagen en movimiento poco se entiende con convenciones narrativas y los instantes representados casi siempre mediante la imagen digital, descontextualizados, devienen abstracciones, ejercicios puramente formales y un tanto crípticos. Y viniendo de esos terrenos se pudiera pensar que su incursión al cine sería una traslación a formato grande, caro y extendido de aquello con lo que ha cosechado cierto prestigio en los caminos de las bienales, muestras y festivales de vanguardia artística. Para decirlo bajo la lógica de Greenaway: McQueen es alguien que por su formación y sus antecedentes pudiera entender aquellas preocupaciones. Pero NO. McQueen, por fortuna, no va con bandera de “niño terrible”, de esteta provocador autoconsciente como Greenaway, aunque no renuncie a la mirada del esteta (en este caso, así, a secas) por la que Greenaway apostaba.
Efectivamente, McQueen no abandona la mirada del “artista”, pero tampoco subestima la naturaleza narrativa del medio ni su fuerza e impacto emocional. Hambre, pues, no es una impostura y no es en ese sentido un arrogante ejercicio manierista de ensayar con el encuadre tiesas y frías composiciones plásticamente evocadoras. Es, para decirlo con urgencia, una extraordinaria obra integral y compleja, orgánica si cabe la definición, que sin dejar de asumirse como un ensayo de forma atiende de manera sensible y cálida el fondo, los acontecimientos y personajes que le dan absoluta sustancia. Hay historia (una cierta estructura no del todo convencional pero narrativamente regida por la lógica de la causalidad) e Historia (la recreación de unos acontecimientos del pasado más o menos reciente en las conflictivas relaciones entre Irlanda e Inglaterra). Hay distancia contemplativa frente a ciertas situaciones pero también lugar para los mecanismos introspectivos de los personajes (principalmente Bobby Sands, el activista del ERI en el que se termina centrando el film, interpretado formidablemente por Michael Fassbender). Y aunque de vez en cuando se nos deja escuchar en off la fría voz de la siniestra Margaret Thatcher para puntualizarnos su contexto, hay en los recursos de McQueen (o en la ausencia de ciertos recursos) la posibilidad de darle a la(s) historia(s) una dimensión atemporal y universal.
Hay otras tantas cosas de las que quisiera hablar a propósito de Hambre. La concepción orgánica y poética de los espacios–con todo y excremento u orina incluidos-, el extraordinario balance que se logra, en algunos momentos, entre cierto estatismo formal y la fluidez de los diálogos dinamitando el rutinario plano/contraplano (la escena protagonizada entre Bobby Sands y el sacerdote debería ruborizar de vergüenza a Tarantino) o las muy freudianas (Lucien, no Sigmund) aproximaciones a la agonía y el deterioro del cuerpo. Pero como también hay otras tantas cosas que tengo que hacer y no quiero englosinarme, hasta aquí la dejo.
Greenaway, al parecer, no ha creado monstruos.
Hay otro esteta cinematográfico al que McQueen parece aproximarse con todo y las distancias: Dereck Jarman. Pero éste ya es una asignatura pendiente.
-José Abril
4 comentarios:
Orale! Gracias por la consideración.
Apenas estoy viendo algunas películas de tus listas, que por cuestiones de distribución (y tiempo) no había visto. Y ya entiendo algunas cosas: tu posición frente a Un profeta por ejemplo. El fin de semana pude ver la de Unthinkable, apenas.
Saludos!
Me interesa muchísimo saber qué tienes que decir esa maravilla incomprendida por mí llamada Un profeta.
Saludos!
Te dejé un comentario al respecto en tu post sobre la lista de lo peor del 2010.
Perdón. Se supone que todos los comentarios del blog me llegan al correo, no sé qué le pasa a esta chunche.
Tu comentario me hizo el día. Qué va, el pinche mes. :)
Publicar un comentario